De pronto, te das
cuenta. No eres tú. Ya no. Apenas puedes reconocerte. Unos ojos, hasta ahora
extraños, te devuelven un reflejo distinto de ti. Te miras. Te tocas. Lames la
piel que un día fue tan tuya, tan suya. Intentas recordar el olor, aquel olor, el
tuyo, el suyo. No eres tú. Ya no. Te desnudas frente al espejo. Sonríes.
Acaricias la piel, el cuerpo, el pelo… Te detienes en el cuello, en ese que un
día fue tan tuyo, tan suyo. Se te eriza la piel, esa que ya no es la tuya. Te
metes un dedo en la boca. No sabe a ti. Intentas recordar el sabor, aquel que
era tan tuyo. No eres tú.
De pronto, te das cuenta. Sí eres tú. Lo eres más que nunca. Quizá hayas vivido demasiadas vidas ajenas. Tal vez, aquellos otros ojos nunca te devolvieron un reflejo tan cierto, el tuyo y no el suyo. Vuelves a mirarte, a tocarte, a lamerte, a olerte. Cierras los ojos. Eres tú.